viernes, 27 de junio de 2014

El silencio de la pintura

Marysole Wörner Baz (1936–2014)
Dicen que competía en genialidad con otro de su generación: José Luis Cuevas. Se alejó de la Ruptura —con Manuel Felguérez y Vicente Rojo a la cabeza— porque su temperamento se lo impedía: un alma solitaria. Si fuera extranjera, estaría ubicada entre las mejores, junto a Remedios Varo y Leonora Carrington, sus amigas. Era tímida, no soportaba la confrontación humana. Su pleito, su guerra, su obsesión, fue con la pintura. Alejada de grillas, de chismes, del figurín, encerrada en su cabaña de Tepotzotlán, más de uno la dio por muerta, aunque en realidad se fue el domingo 22 de junio, de un paro respiratorio.

Este texto quisiera ser algo más que la nota necrológica de una vida dedicada al arte, junto a su familia: Emilio Baz Viaud, Ben Hur Baz, Juan Wörner Baz, su hermano y su madre, poeta. Marysole Wörner Baz apenas terminó la secundaria. Le dijo a su padre que ella quería dibujar. Él le dio unas hojas y tinta, nunca lápiz —porque con la tinta corriges, aprendes más, con el lápiz, la tentación de borrar y empezar de nuevo es un reto—. A los ocho años hizo su primera obra: una hoguera al centro, rodeada de aldeanos. Creció autodidacta: nunca quiso que le ganara la técnica por encima del cuadro. Fue una de las primeras artistas plásticas en introducir el arte precolombino en su pintura.

La primera que escribió de su quehacer pictórico fue Margarita Nelken, sobre su primera muestra, en 1955: “Obra expresionista, eslabón del expresionismo mexicano que arranca desde lo americano precolombino y las invenciones de la intuición popular, es obra que permanece solitaria en la escuela mexicana, tan al margen del barroquismo… Sus personajes olvidados por esta vida, sus interiores inhabitables, sus paisajes prolongados hacia horizontes ultraterrenales, y sin embargo con sensación aplomada de realidad”.

Y sobre quién es la persona y la artista, Marysole Wörner Baz, nadie mejor que el escritor de La obediencia nocturna, Juan Vicente Melo, en una carta de 1958: “Tu alegría, tu desesperación, tu enojo, tu desencanto, tu tenacidad”.

Cuando la conocí a finales de la década de 1970 —en casa de su hermano Juan—, los domingos nos reuníamos un grupo de gays a intentar un movimiento homosexual fortalecido con terapias, bajo los postulados de la bioenergética (Carlos Monsiváis se carcajeaba de nosotros, “en buena onda”). Ella era la única lesbiana en la compañía. Recuperada del alcoholismo, plena de alegría y entusiasmo. En sesiones terapéuticas su enojo no era con la familia: era con los colores, las texturas. Su desesperación: el insomnio y el recuerdo de la embriaguez. Estuvo por años en Alcohólicos Anónimos, domesticando demonios. Algunas veces la acompañé a AA porque, decía, “eres muy joven y no sabes dónde saltará el bebedor que llevamos dentro”. Tomar le costó perder los pinceles. “Me convertí en un rastrojo humano”, me dijo. Pero su tenacidad y la pintura triunfaron.

Varias veces compartimos viajes al interior de nuestros cuerpos, con los hongos alucinógenos. Ella buscaba en la tierra raíces, gusanos, pasto, la diversidad de los colores del césped y el zacate. “Ahora entiendo a Toledo”, decía y repetía como un mantra su amor por la naturaleza. Yo, frente a un árbol, agradeciendo a la vida, llorando de felicidad. Un rayo nos alumbraba. Marysole era un niño envuelto en una mujer. Radiaba el vértigo de la pintura. No podía ver sin colores. Su rostro era el de un duende salido de los cuadros de El Bosco. Su ropa, manchada de pinturas. Sus ojos, la constelación del universo. Te comía con la mirada. Los hongos despertaban en ella la gracia por la vida y el arte, su destino hasta el final.

Conocí su estudio en la calle de Rembrandt, por Mixcoac. Fui varias veces a su cabaña en Tepotzotlán, que parecía el mirador por donde se asoma el universo. De ahí salieron sus últimos cuadros: pastos, neblinas, maderas convertidas en libros, la calle y su gente —su pintura del punk es un homenaje a la vida contemporánea—, y un autorretrato, el homenaje al arte de una mujer convertida en leyenda. Sí: una historia de novela como la de Chavela Vargas, aunque la pintora jamás aprovechó el marketing para convertirse en figura del inconsciente colectivo. Vivió casi en el anonimato y hasta ahora la venimos redescubriendo. Bastaría con leer a Nelken, Raquel Tibol y Teresa del Conde para saber lo que representa en el arte mexicano.

Es sin duda más importante que Manuel González Serrano o Alfonso Michel, recién revalorados por los nostálgicos de la Escuela Mexicana de Pintura. Marysole es una moderna que supera en mucho a generaciones posteriores sobreexpuestas por galerías donde el comercio reditúa. Ya el Museo Soumaya tiene toda su obra en resguardo, contra el Conaculta, que se negó a obtener una de sus grandes esculturas en madera. La artista espera su turno para revivir con su pintura.

Quise recordarla ahora, porque por ella me fui a Madrid a estudiar Historia del Arte en los años ochenta, para entender —si fuera posible— el silencio de la pintura.

No hay comentarios:

Publicar un comentario