viernes, 5 de octubre de 2012

Instantes en San Petersburgo


Escena en un elevador:
Una mujer, pasados los setenta, le dice a su amante:
—Bésame.
Inaudible pero se sobreentiende porque el hombre, alto y de unos ochenta años, voltea amorosamente y se inclina para estampar un ósculo, largo, intenso, deseoso, sobre su boca.
Se abre la puerta del ascensor: tomándola de la mano, salen abrazados. Desaparecen…
Sucede en San Petersburgo donde uno de sus aeropuertos es como un búnker en tiempos de guerra o set para película, de realismo socialista. Sin servicios, sin anuncios. No existe protocolo para arribar o partir. Se percibe lo cutre. De entrada, inquietud sin peligro. Unos afroamericanos —enamorados igualmente— no creen lo que ven. Los rusos se niegan al turismo internacional, con todo y divisas.
Pero uno es terco. La ciudad, con su biblioteca de 35 millones de libros, con más de 300 puentes para atravesar el río Neva y sus canales o caminar las calles donde tomaban café Tolstoi y Dostoievsky o la catedral donde yacen los restos de Stanislao Poniatowski, el rey polaco enamorado de Catalina la Grande, la primera coleccionista de obras del arte holandés que alberga el Ermitage (tres millones de piezas, entre Tiziano, Da Vinci, Rembrandt, los impresionistas y lo que quieran). O esas escaleras donde Eisenstein filmó la caída de los zares. Aquí la burguesía parece inmortal…
Cómo no revivir el amor en esta ciudad. Belleza sin hartazgo. El capricho de Pedro el Grande que convirtió a San Petersburgo en la Europa del noreste, parecido a Amsterdam, Roma, Venecia o París pero con una personalidad arrolladoramente única. Nada más ver la elevación de los puentes a medianoche para el paso de los barcos nos deja boquiabiertos. El centro de reunión de los amantes, besándose… o los borrachos y excéntricos jóvenes dispuestos a bailar, devorar la noche-día, hasta el amanecer.
Lo mío son los museos. El Ermitage —sin “H”, corrige Teresa del Conde, aunque insisto que aquí se escribe de igual forma (“un error, porque la palabra viene de eremita”, explica)—. Mirar nunca cansa ante la sugerencia mental y sensorial que el arte ofrece. Nada tiene que envidiarle al MoMA de Nueva York o al British Museum de Londres o al Prado de Madrid. Eso sí: la curaduría es mala y pésima la iluminación. El edificio —la belleza del barroco ruso que dejaron los príncipes— requiere mantenimiento. Putin debería pensar en el valor de la cultura.
Tchaikovsky escribió la soberbia pieza musical 1812 y aquí se erige el Palacio de Kazam dedicado a la gesta heroica de los rusos en tiempos de guerra por la patria. Pero su mejor conquista fue esta urbe, capricho de Pedro el Grande —fundada en 1703—, para que Europa volteara a ver la proeza de espacios, parques, calles, monumentos… Cuando de maravillas se trata es mejor callarse y caminar por la Avenida Nevsky.
Mención aparte son las iglesias rusas, esas cebollas doradas que penden en el cielo.
Las noches blancas (la aurora boreal) consumen, abrazan, desintegran.
Cuando vengan a Rusia, comprenderán mi amor por San Petersburgo.

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