viernes, 21 de septiembre de 2012

Perm 36: turismo extremo

El premio es aguantar: aquí y allá la cultura del dinero aniquila ideales sociales. Atrás el pensamiento y la creación.
Añoraba encontrarme una Rusia que despertara de otra manera después de la perestroika de Gorbachov. Pero no: Occidente es el ideal, y el Este, una región de sueños rotos. Hoy, la marca es el mensaje: dime qué vestimenta traes y te diré a lo que aspiras. La verdad es que en los viajes el dinero se aligera, es basura que tiene uno que aprender a tirar. Claro, sin pensarlo mucho…
De todas formas sigo mi viaje. Me espera un gulag, de esos donde meten a prisión al “peligroso” pensamiento del hombre. Camino a la frontera con Siberia, por donde pasa el transiberiano. Entre los abetos de Las tres hermanas de Chéjov —por aquí se escribió la obra—, llegas a un paradisiaco lugar que resguarda uno de los horrores que solemos edificar los seres humanos: el único “campo de trabajo correctivo” que queda en toda Rusia, por fortuna en forma de museo. Aunque en la era de Putin nadie quiere recordar los crímenes de Stalin, venir de turismo extremo es un suplicio necesario, si quieres lavar un poco la conciencia.
Ir en verano tiene su ventaja: verde por doquier, ríos y lagos a raudales (cuando lleguen las guerras por la obtención de agua en el mundo, Rusia será la gran disputa). Pero en invierno es el infierno, gélido. El día que fui había dos jóvenes alemanes, guapos, en moto. Venían de su país. Me dijeron: “Conocemos Auschwitz. Nos comentaron que esto era similar”. Las palabras nunca alcanzan para una descripción del lugar por el que Stalin fue calificado así por el poeta Osip Mandelstam, sentenciado a muerte por dieciséis versitos: “Para él, cada muerte es como una golosina/ y caben muchas en su ancho torso de osetio”.
Funcionó como gulag apenas hasta 1987. Gorby lo mandó cerrar. Y por iniciativa civil de exprisioneros e historiadores el museo estremece a quien se atreve a visitarlo: con mis manos alcanzaba las paredes de una prisión donde castigaban a pensadores y escritores disidentes. Sin baño. Afuera, apenas cinco metros cuadrados de rejas de acero para tomar el sol diez minutos del día. Los jóvenes alemanes, amables, me decían que —visualmente— no hay una gran diferencia con el campo de concentración nazi: cercos por doquier. Aquí nunca nadie pudo escapar. Los crímenes son universales. Entre 1930 y 1956 murieron 1 millón 606 mil 148 personas en estos gulags a donde Dios no volteó un segundo.
Arribar es participar de la naturaleza que despierta los sentidos, pero entrar a Perm 36 es descubrir que nada es cierto sobre los conceptos de libertad e ideas de progreso. Todo discurso es una mentira: la prisión es la prueba. Mandelstam: “Estamos vivos, pero ya no sentimos la tierra que pisamos”. Y el gobierno de Putin no brinda un rubro a esta asociación civil para vergüenza del mundo. Qué más puede decirse…
No sé por qué pero sigo pensando en el dinero y la política espuria, que en la vida es necesario sobrepasar.
¡Ya quiero llegar a Petersburgo!

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