El premio es aguantar:
aquí y allá la cultura del dinero aniquila ideales sociales. Atrás el
pensamiento y la creación.
Añoraba encontrarme una
Rusia que despertara de otra manera después de la perestroika de Gorbachov.
Pero no: Occidente es el ideal, y el Este, una región de sueños rotos. Hoy, la
marca es el mensaje: dime qué vestimenta traes y te diré a lo que aspiras. La
verdad es que en los viajes el dinero se aligera, es basura que tiene uno que
aprender a tirar. Claro, sin pensarlo mucho…
De todas formas sigo mi
viaje. Me espera un gulag, de esos donde meten a prisión al “peligroso” pensamiento
del hombre. Camino a la frontera con Siberia, por donde pasa el transiberiano.
Entre los abetos de Las tres hermanas de Chéjov —por aquí se escribió la
obra—, llegas a un paradisiaco lugar que resguarda uno de los horrores que
solemos edificar los seres humanos: el único “campo de trabajo correctivo” que queda
en toda Rusia, por fortuna en forma de museo. Aunque en la era de Putin nadie
quiere recordar los crímenes de Stalin, venir de turismo extremo es un suplicio
necesario, si quieres lavar un poco la conciencia.
Ir en verano tiene su
ventaja: verde por doquier, ríos y lagos a raudales (cuando lleguen las guerras
por la obtención de agua en el mundo, Rusia será la gran disputa). Pero en
invierno es el infierno, gélido. El día que fui había dos jóvenes alemanes, guapos,
en moto. Venían de su país. Me dijeron: “Conocemos Auschwitz. Nos comentaron
que esto era similar”. Las palabras nunca alcanzan para una descripción del
lugar por el que Stalin fue calificado así por el poeta Osip Mandelstam,
sentenciado a muerte por dieciséis versitos: “Para él, cada muerte es como una
golosina/ y caben muchas en su ancho torso de osetio”.
Funcionó como gulag apenas
hasta 1987. Gorby lo mandó cerrar. Y por iniciativa civil de exprisioneros e
historiadores el museo estremece a quien se atreve a visitarlo: con mis manos
alcanzaba las paredes de una prisión donde castigaban a pensadores y escritores
disidentes. Sin baño. Afuera, apenas cinco metros cuadrados de rejas de acero para
tomar el sol diez minutos del día. Los jóvenes alemanes, amables, me decían que
—visualmente— no hay una gran diferencia con el campo de concentración nazi:
cercos por doquier. Aquí nunca nadie pudo escapar. Los crímenes son
universales. Entre 1930 y 1956 murieron 1 millón 606 mil 148 personas en estos gulags
a donde Dios no volteó un segundo.
Arribar es participar de
la naturaleza que despierta los sentidos, pero entrar a Perm 36 es descubrir
que nada es cierto sobre los conceptos de libertad e ideas de progreso. Todo
discurso es una mentira: la prisión es la prueba. Mandelstam: “Estamos vivos,
pero ya no sentimos la tierra que pisamos”. Y el gobierno de Putin no brinda un
rubro a esta asociación civil para vergüenza del mundo. Qué más puede decirse…
No sé por qué pero sigo
pensando en el dinero y la política espuria, que en la vida es necesario
sobrepasar.
¡Ya quiero llegar a
Petersburgo!
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