viernes, 7 de febrero de 2014

El bat de Random House Mondandori

Un ex Director General de Random House Mondadori de España —hoy Penguin Random House—, tenía un bat de plástico, tamaño profesional, en su oficina. Cuando llegaba la junta anual con los editores de toda América Latina en su oficina de Barcelona, el señor, con ese poder de decisión, acostumbraba llevar el bat en su mano derecha: lo blandía sobre los aires y decía de entrada:
—Pregunto editores: ¿llegaremos al presupuesto de este año?

Con la interrogante continuaba un golpe con el bat sobre el escritorio. Los profesionales, hipócritas, reían con la bromita. En el fondo, muchos lo veíamos como intimidación psicológica de pésimo gusto —de inspiración nazi—, algo que parecería imposible en un mundo de libros. De la broma con bat, al impulso de pegar de verdad, había un paso: aunque nunca llegó  más que a repetir varias veces el batazo cuando algo no le agradaba, y las risas nerviosas…

Alto, corpulento, de tez morena, atractivo y con voz grave, el italiano no llegaba a los 40 de edad. Me niego a pronunciar su nombre. Quienes lo conocen saben a quién estoy describiendo. Por primera vez quiero dejar mi constancia por escrito, por una simple razón: la presión a que someten a un editor para su presupuesto anual que, por otra parte, obtuve la mayoría de veces.

Hablo de ese grandulón en uno de los conglomerados editoriales más poderosos. Desde Nueva York, de la cabeza de la organización —tampoco menciono su nombre—, se cuentan cosas dignas de leerse. Quien lo dude, asómese al perfil que sobre él han escrito en The New York Times. Yo lo conocí en la ciudad de México, antes que se fusionara el grupo Bertelsmann con Grijalbo, y naciera Random. Con mi inglés champurrado le explicaba las novedades editoriales, a lo que el magnate me dijo, muy serio:
—No me explique los libros: solo dígame cantidades y  ganancias…

Respecto al hombre de España —el del bat—, lo vi muchas veces. Lo padecí muchas veces. Pretendía rebajar mi puesto de director editorial al de director literario. No acepté. Obviamente, me renunciaron bajo acuerdo. Sucedió sin la solidaridad de nadie del grupo para el que trabajé. Era ilegal a todas luces pero un empleado de confianza no puede hacer nada por sus derechos. Aquél señor—y otros—, sabían amenazar, con o sin bat.

Lo cuento ahora porque pocos tienen idea de lo que es trabajar en un emporio trasnacional, hasta que uno es testigo de primera mano. Ser editor es el cielo y el infierno. El paraíso si sueñas con libros solo de literatura, y el espasmo ante resultados donde el dinero no cubre el presupuesto consignado. ¡Y pensar que todavía me pasé casi cinco años en otra editorial trasnacional! No cabe duda que no terminaba por entender que aquello no era mi delirio. Lo peor: la gente ignorante que te critica por los libros que editas, cuando ni idea tienen de las necesidades de una empresa que vive de libros.

Y los autores… Esos son para otra columna.


Ojalá alguien pueda asimilar lo que aquí dejo como testimonio.

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