viernes, 18 de julio de 2014

Frida Kahlo ante la crítica

Sé que están hartos de mí, que saturé con mi vida y borré cualquier concepto que sobre mi obra pueda decirse. No fue premeditado: ahí están mis cartas de testigo, que recopiló la vieja Raquel Tibol. Jamás me sentí la divina envuelta en huevo. Pinté solo para aminorar mis males. Fue el dolor lo que me empujó al arte: el vértigo de los solitarios. No daño a nadie con eso. De nada pueden responsabilizarme. Muchas vidas no serían suficientes para pintar como yo quisiera y lo que quisiera: ese es mi amargo conocimiento.
    La crítica de fondo estaría más sobre el mundo de los mercaderes, esos que se enriquecen con el trabajo de los pintores. O de coleccionistas que guardaron por años mis pinturas y se hicieron más ricos con la venta de ellas. O del fideicomiso que preserva el nombre de Diego Rivera y el mío, en apariencia —que me venden como si fuera diseñadora de vestidos, hechos en realidad por costureras indígenas—. Pero sobre todo responsabilicen a mi familia que me convirtió en marca para vender perfumes, muñecas, alcoholes y cuanta madre se les ocurra. Sépanlo: yo también estoy harta de eso. Si lo dudan, hurguen en mi historial político —de comunista estalinista— y verán que nada de lo que pasa lo hubiera aceptado. Soy frágil, pero de convicciones.
    Los que leyeron a Hayden Herrera, la primera biografía completa de mi persona y obra, sabrán que desde ahí— en Estados Unidos— empezó a forjarse parte de mi fama, desde los años sesenta y setenta. No fue gracias a Madonna, una forma fácil de decir que tengo algo que agradecer a esa cantante pop que, por cierto, me encanta. Antes que ella estaban obras mías en algunos museos, o en poder de los Rockefeller, Trotsky, Nickolas Muray, y así... La historia de un pintor es larga y muchas veces nosotros ni siquiera podemos disfrutarla. Por eso ahora Will Gompertz, en su libro ¿Qué estás mirando? 150 años de arte moderno, me suma a surrealistas como Dalí, Magritte y Bourgeois, donde ni siquiera aparece la Carrington y, peor, el precursor del muralismo, Diego Rivera. ¿Qué culpa puedo tener de ello? ¡Me niego surrealista!
    Yo también vi pinturas horrendas, inexplicables e incluidas en los grandes museos del mundo: no me considero peor o mejor que ninguno. Pero en México siempre nos comemos los unos a los otros. En ningún lugar me han criticado tanto como aquí: desde la hija de Diego, que nunca soportó la separación de él con su madre, Guadalupe Marín. De ahí viene la infamia: que dizque Rivera me ayudaba a pintar. Pues no, estudien bien y verán que no es cierto. Nada me ata a su estilo. Él es único, sí, pero yo también. Observen en el fondo de su ego las críticas que me profieren. Me exhibí demasiado: no más que muchos de talla internacional. Olvídense de mí, hablen de los demás. Yo apenas soy una sombra que quiso ser vista: la coja, la venadita herida, la columna rota, la chueca de la espina dorsal, esa que quiso ser y gritar: ¡viva la vida!
    Y ya: déjenme en paz.

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