Sé que están hartos de mí, que saturé con mi
vida y borré cualquier concepto que sobre mi obra pueda decirse. No fue
premeditado: ahí están mis cartas de testigo, que recopiló la vieja Raquel
Tibol. Jamás me sentí la divina envuelta en huevo. Pinté solo para aminorar mis
males. Fue el dolor lo que me empujó al arte: el vértigo de los solitarios. No
daño a nadie con eso. De nada pueden responsabilizarme. Muchas vidas no serían
suficientes para pintar como yo quisiera y lo que quisiera: ese es mi amargo
conocimiento.
La crítica de fondo estaría más sobre el mundo
de los mercaderes, esos que se enriquecen con el trabajo de los pintores. O de
coleccionistas que guardaron por años mis pinturas y se hicieron más ricos con
la venta de ellas. O del fideicomiso que preserva el nombre de Diego Rivera y el
mío, en apariencia —que me venden como si fuera diseñadora de vestidos, hechos en
realidad por costureras indígenas—. Pero sobre todo responsabilicen a mi
familia que me convirtió en marca para vender perfumes, muñecas, alcoholes y
cuanta madre se les ocurra. Sépanlo: yo también estoy harta de eso. Si lo dudan,
hurguen en mi historial político —de comunista estalinista— y verán que nada de
lo que pasa lo hubiera aceptado. Soy frágil, pero de convicciones.
Los que leyeron a Hayden Herrera, la primera
biografía completa de mi persona y obra, sabrán que desde ahí— en Estados
Unidos— empezó a forjarse parte de mi fama, desde los años sesenta y setenta.
No fue gracias a Madonna, una forma fácil de decir que tengo algo que agradecer
a esa cantante pop que, por cierto, me encanta. Antes que ella estaban obras
mías en algunos museos, o en poder de los Rockefeller, Trotsky, Nickolas Muray,
y así... La historia de un pintor es larga y muchas veces nosotros ni siquiera
podemos disfrutarla. Por eso ahora Will Gompertz, en su libro ¿Qué estás
mirando? 150 años de arte moderno, me suma a surrealistas
como Dalí, Magritte y Bourgeois, donde ni siquiera aparece la Carrington y,
peor, el precursor del muralismo, Diego Rivera. ¿Qué culpa puedo tener de ello?
¡Me niego surrealista!
Yo también vi pinturas horrendas, inexplicables
e incluidas en los grandes museos del mundo: no me considero peor o mejor que
ninguno. Pero en México siempre nos comemos los unos a los otros. En ningún
lugar me han criticado tanto como aquí: desde la hija de Diego, que nunca
soportó la separación de él con su madre, Guadalupe Marín. De ahí viene la
infamia: que dizque Rivera me ayudaba a pintar. Pues no, estudien bien y verán
que no es cierto. Nada me ata a su estilo. Él es único, sí, pero yo también. Observen
en el fondo de su ego las críticas que me profieren. Me exhibí demasiado: no
más que muchos de talla internacional. Olvídense de mí, hablen de los demás. Yo
apenas soy una sombra que quiso ser vista: la coja, la venadita herida, la
columna rota, la chueca de la espina dorsal, esa que quiso ser y gritar: ¡viva
la vida!
Y ya: déjenme en paz.
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