Librería Rosario Castellanos |
¿Qué
pasaría si el Fondo de Cultura Económica no existiera? No habría historia de la
participación del Estado en la conformación de una editorial especializada en
libros de economía. No pasaría nada. Alguien ocuparía ese lugar. La iniciativa
privada, por ejemplo. Aunque el nivel de educación media superior sería con
otro tipo de libros, más adocenados, menos analíticos, como un manual de buenos
comportamientos sociales. Digamos, una UNAM y un Politécnico sin estudiantes
que confrontan el estado de deterioro de la vida pública.
Tampoco
conoceríamos la proeza de la traducción —la primera al español— de El capital, de Carlos Marx, en
manos de Wenceslao Roces, por dar un ejemplo de ideología. Pensamiento que
ahora repite el FCE al publicar próximamente la que se considera la segunda
versión moderna de aquel libro de Marx: El
capital en el siglo XXI, de Thomas Piketty. Solo con los libros de
ciencias y economía el FCE tendría suficiente razón para existir, aun cuando
Leo Zuckermann pida la muerte de la editorial, lo que desató polémica.
Otra
cuestión sería el derroche del FCE para pagar adelantos de derechos de autor
por ciertos libros y autores —¿cuánto se pagó por Piketty, lo sabremos algún
día?—, porque su oferta se expandió como una editorial de carácter plural, que
está bien, pero olvidó su vocación original. Un libro de antropología, Los hijos de Sánchez, de Oscar
Lewis causó la crisis y credibilidad del FCE al pretender el gobierno censurarlo
y declarar al autor “calumnioso y obsceno”. Peores son los funcionarios
públicos convertidos en “autores” utilizando al FCE para sus memorias
gubernamentales: hasta ahora nadie ha chistado.
Reconquistar
al FCE como una editorial de interés público con vocación altruista es el reto
de las siguientes generaciones y directores de la institución. Lo he dicho y escrito
varias veces: desde que México cambió su régimen priista por el del panismo —con
Vicente Fox en el año 2000, hasta Felipe Calderón—, lo único que no ha cambiado
son los intereses culturales, con grupos y apellidos.
A
Enrique Peña Nieto no debería temblarle la mano para hacer del FCE la punta de
lanza de la liberación de la cultura en manos de grupos enquistados por
décadas. Sería lo mejor de su presidencia: autores que no han aparecido en sus
catálogos serían los primeros en asumir un nuevo país donde la cultura es
piramidal y de preferencia educativa, no de grupos con intereses lejos de la
vida pública.
¿Soñamos?
No creo. El FCE tendrá que ir perdiendo esa dictadura del dedo que decide lo
que se puede o no publicar. No son democráticos, aunque tienen un comité
editorial que, todos sabemos, no decide la mayoría de las veces. O sí, pero
publican a sus amigos. Así, imposible. Así, las nuevas generaciones de
pensamiento, ciencias y literatura no tendrán cabida, mientras el statu quo persista. José Carreño
Carlón es el que podría modificar ese juego de mentiras democráticas. Pero
¿querrá?
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