Soy amante del teatro desde adolescente. Mi
primer impacto fue con Jerzy Grotowsky cuando vino en 1968 a las olimpiadas
culturales con El príncipe constante.
Desde entonces soy espectador sensible del fenómeno teatral. Me volví asiduo visitante de tres lugares,
básicos para ver teatro experimental, vanguardista o profesional: el Centro
Cultural Universitario, de la
UNAM , al sur de la ciudad —y sus sedes alternas—; El Centro
Cultural del Bosque, en Chapultepec; y el Instituto Cultural Helénico, de
Revolución 1500. Tres ubicaciones con propósitos distintos.
Obvio, voy a otros espacios escénicos.
Despreciar el teatro independiente es relegar a grupos que han surgido con
inusitada fuerza en nuestros escenarios. Pienso en La Capilla , de Coyoacán, o el
rescate del Teatro Casa de la Paz ,
en la Roma , y,
desde luego, el Foro Shakespeare y El Milagro, o la Sala Héctor Mendoza,
de la Compañía
Nacional de Teatro —que es gratis, aun no entiendo por qué—.
Esfuerzos de gente que ama el teatro e invierte su dinero y talento, casi sin
recompensa, salvo la satisfacción por el arte.
En el desaparecido Arcos Caracol de la UNAM vimos proezas del
teatro. Los teatros del Bosque —El Galeón, Orientación, Xavier Villaurrutia y
Julio Castillo— han sido la impronta de generaciones invaluables. Y el
Instituto Cultural Helénico, con su Foro de La Gruta y El Helénico, es nodal en la conformación
de públicos para diversos gustos y estéticas teatrales. La oferta teatral en la Ciudad de México es de las
más atractivas de América Latina y España. A nivel mundial estamos entre los
primeros lugares con mayor número de representaciones; teatro para todos los
gustos: de excelente a bueno, de regular a malo, y de pésimo a deplorable...
Sabemos a qué vamos cuando acudimos a una
producción de Ocesa, con propósitos teatrales… y comerciales (que no le quita
valor a ciertas puestas que logran ir más allá de lo estrictamente mercantil),
o al Teatro de los Insurgentes, con igual sentido pero con “grandes nombres” de
actores o actrices, para jalar
parrilladas de gente (difícil hablar de prestigio, aunque la calidad es,
digamos, estándar: para mayorías). El divorcio entre el teatro comercial y de
calidad, experimental o de búsqueda estriba en sus contenidos y las exigencias
del espectador. Es la gente la que impulsa un teatro convencional o
trascendental. Es el público el que conoce los lugares y los espacios
representativos para acudir a la ceremonia escénica donde un mundo de
posibilidades se abre a través de la inteligencia. Y es la crítica
especializada la que da una breve reseña histórica a lo sucedido en la escena.
Una crítica, por cierto, no siempre sensible a la renovación del teatro. Una
crítica, también, con poco espacio en medios de comunicación.
Coda
El Estado se ha rezagado en el impulso al teatro
no comercial (faltan más salas teatrales), mientras los privados crecieron como
nunca en estos últimos doce años. ¿Cambiará esa política con el gobierno de
Enrique Peña Nieto?
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