La mañana del 20 de septiembre de 1985, Olivier
Debroise esperaba un taxi en la esquina de avenida Juárez y Paseo de la Reforma. Estaba a
su lado una mujer mayor, enjuta, triste, cabizbaja, de pelo ondulado, corto:
era Lola Álvarez Bravo, la fotógrafa. Olivier cargaba unas bolsas, de esas del
mercado, de colores: contenían los negativos de la obra de la artista visual:
las fotos a Frida Kahlo, los muralistas, sus paisajes de Acapulco, su visión de
las vecindades del Centro Histórico, un mundo en sus ojos con la cámara Graflex
que fuera de Edward Weston y le compró a Tina Modotti... Huían de los
estertores que había dejado el terremoto en ese cuadro de la ciudad.
Olivier no pudo comunicarse con Lola el 19 de
septiembre después del temblor. El primer cuadro de la ciudad quedó
incomunicado, pero él pudo ir en el transcurso del día y ponerse de acuerdo con
ella para dejar la zona de desastre. “No sin mis negativos”, le dijo la
pionera, defensora de los derechos autorales de los fotógrafos. El crítico de
arte —autor de Diego de Montparnasse, Figuras en el trópico y Fuga
mexicana—, se fue directo al departamento de avenida Juárez donde vivía
la fotógrafa. De su cajonero de negativos extrajeron las joyas de su lente: “El
ensueño”, “Homenaje”—la garza muerta en la playa que rememora a Salvador
Toscano—, “El sueño de los pobres”, sus originales que han dado la vuelta al
mundo pero que en ese cajonero son el porqué de sus ojos: una historia a la
espera de un biógrafo. Miles de negativos para su resguardo en tiempos de
vandalismo por la crisis que provocó la naturaleza.
Los dos traían un cigarro prendido en la mano, a
la espera del taxi. Fumadores compulsivos. Pero no murieron de cáncer. De ella
dejó de palpitar su corazón a los 90 de edad, en 1993. Y él, de un paro
fulminante —quizá por las presiones de las adquisiciones de obra para el Museo
de Arte Contemporáneo, MUAC, con apenas 55 años, en 2008. Los vi apenas
cruzando la calle. Él sonrió: una amistad no se rompe por diferencias en las
ideas estéticas y la literatura. Ella, distante, con mirada reservada. La
conversación no podía ser otra que el temblor: “Nadie sabe cuántos edificios se
cayeron ni cuántos murieron”. Silencio. Congoja. Zozobra. Nos quedamos contemplándonos en medio del susurro de una
ciudad apatrullada, enloquecida, caótica, adolorida.
Lola me dio su mano al saludar: tersa, delgada,
temblorosa. Estaba frente a la mirada de
la búsqueda, donde lo popular es un asunto profundo, sin el artificio del
folclore. Me miró y le dijo a Olivier: “Mira: es cejijunto, como Frida”. Nos
miramos los tres y sonreímos. Ella, tan seca y dura en sus fotos o en sus
retratos de Siqueiros, aquí sonreía con soltura. Lola Álvarez Bravo era una
solitaria que disfrutaba la vida con sus amigos, cuando la visitaban.
Un taxi paró. La despedida. Se fueron para preservar
los negativos que ya son historia del arte. Yo, me quedé con la sonrisa de
Lola.
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