Un ex Director General de Random House Mondadori
de España —hoy Penguin Random House—, tenía un bat de plástico, tamaño
profesional, en su oficina. Cuando llegaba la junta anual con los editores de
toda América Latina en su oficina de Barcelona, el señor, con ese poder de decisión,
acostumbraba llevar el bat en su mano derecha: lo blandía sobre los aires y decía
de entrada:
—Pregunto editores: ¿llegaremos al presupuesto de
este año?
Con la interrogante continuaba un golpe con el
bat sobre el escritorio. Los profesionales, hipócritas, reían con la bromita.
En el fondo, muchos lo veíamos como intimidación psicológica de pésimo gusto —de
inspiración nazi—, algo que parecería imposible en un mundo de libros. De la
broma con bat, al impulso de pegar de verdad, había un paso: aunque nunca
llegó más que a repetir varias veces el
batazo cuando algo no le agradaba, y las risas nerviosas…
Alto, corpulento, de tez morena, atractivo y con
voz grave, el italiano no llegaba a los 40 de edad. Me niego a pronunciar su
nombre. Quienes lo conocen saben a quién estoy describiendo. Por primera vez
quiero dejar mi constancia por escrito, por una simple razón: la presión a que
someten a un editor para su presupuesto anual que, por otra parte, obtuve la
mayoría de veces.
Hablo de ese grandulón en uno de los
conglomerados editoriales más poderosos. Desde Nueva York, de la cabeza de la
organización —tampoco menciono su nombre—, se cuentan cosas dignas de leerse.
Quien lo dude, asómese al perfil que sobre él han escrito en The New York
Times. Yo lo conocí en la ciudad de México, antes que se fusionara el
grupo Bertelsmann con Grijalbo, y naciera Random. Con mi inglés champurrado le
explicaba las novedades editoriales, a lo que el magnate me dijo, muy serio:
—No me explique los libros: solo dígame cantidades
y ganancias…
Respecto al hombre de España —el del bat—, lo vi
muchas veces. Lo padecí muchas veces. Pretendía rebajar mi puesto de director editorial
al de director literario. No acepté. Obviamente, me renunciaron bajo acuerdo. Sucedió
sin la solidaridad de nadie del grupo para el que trabajé. Era ilegal a todas
luces pero un empleado de confianza no puede hacer nada por sus derechos. Aquél
señor—y otros—, sabían amenazar, con o sin bat.
Lo cuento ahora porque pocos tienen idea de lo
que es trabajar en un emporio trasnacional, hasta que uno es testigo de primera
mano. Ser editor es el cielo y el infierno. El paraíso si sueñas con libros solo
de literatura, y el espasmo ante resultados donde el dinero no cubre el
presupuesto consignado. ¡Y pensar que todavía me pasé casi cinco años en otra
editorial trasnacional! No cabe duda que no terminaba por entender que aquello
no era mi delirio. Lo peor: la gente ignorante que te critica por los libros
que editas, cuando ni idea tienen de las necesidades de una empresa que vive de
libros.
Y los autores… Esos son para otra columna.
Ojalá alguien pueda asimilar lo que aquí dejo
como testimonio.
Caray, si alguna duda había de lo difícil de ser editor.
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